Igual que a los pinos nos plantaron aquí
“Igual que a los pinos nos plantaron aquí. Así mesmo fue.
Nos dieron un hacha y una sierra y nos mandaron pal bosque.
Pero escondidas en sus sombras descubrimos los hongos y con ellos a nosotras mismas.”
Vecina imaginaria
Alto Los Morán, Constitución.
Entre los cerros plantados de pinos y eucaliptos viven y resisten pueblos, villas y caseríos. El paisaje guarda el rojo del verano ardiente. A lo lejos parece que el otoño ha teñido los verdes, desde adentro es distinto. Lo que ha quedado recuerda una mina de carbón. Por las tardes emergen hombres y mujeres. Vienen de talar arboles ajenos por doce lucas al día. Todos cubiertos de negro, maqui del cerro, emplasto de barro, huelen a humo y a fuego.
Llegaron hace décadas, algunos incluso antes que los pinos canadienses que importaran los gobiernos radicales para incrementar la productividad de Chile. La mayoría venían desde los campos, hijos de trabajadores de la tierra que se hicieron a la madera para sustentar a la familia. Manos de hacha para cortar el bosque en el que aún resisten robles, maitenes y arrallanes* entre hectáreas de pinos que crecieron de manera desmedida por el afán de negocio de un puñado de ambiciosos que se hacen llamar “los dueños de Chile”.
El zumbido de las motosierras, las grúas, los aserraderos, los camiones cargados de enormes troncos que serán palos, tablas y planchas. Árboles terciados, ranurados y acholguanados para hacer camas, pisos y casas. Mansiones, edificios, fábricas y mediaguas.
Llueve. Corren ríos de carboncillo, corren mujeres y hombres a tapar las casas que intentan reconstruir, corren lágrimas por las mejillas de los cientos que, enclaustrados en casa ajena y lejos de su terruño, miran por la ventana recordando como las llamas hicieron cenizas toda una vida de trabajo honesto, de despensas abastecidas con esfuerzo, de pan salado de sudor. Llueve como llovieron las cajas de mercadería, las miles de pastas de dientes de marcas nunca antes vistas, las toneladas de ropa que nadie nunca usará por que ya nadie quería usar. Llueve. Llueve a cántaros y los ojos en la ventana recuerdan la tormenta de cámaras, de móviles, de periodistas, de contactos en directo, de rimeles corridos de animadora, de matinales, de cuentas bancarias de fundaciones de gente eficiente y comprometida cuya sensibilidad nunca alcanzará para entender que no todos aspiran a vivir como ellos. Aunque sean ricos, aunque sean rubios como en los reclamens. Llueve como si tiraran el agua con balde, como si se fuera a rajar el cielo y a quedar al descubierto que allá arriba no hay nadie mirando lo que abajo esta pasando.
El claro, los rayos de luz entre los árboles, los eucaliptos quemados reverdecidos y los pájaros que han vuelto observan a un grupo de mujeres moverse silenciosas entre las ramas. El olor a tierra húmeda y ahumada las envuelve. Caminan, respiran hondo observando el terreno paso a paso, escuchan cuidadosas el bosque malherido. Manos de tierra para buscar changles, morchelas, callampas rosadas y negras, ojos entre las hojas, uñas negras, brazos firmes, oídos descubiertos.
Los pies en la tierra les dicen que nada ha muerto allá abajo. El agua les dice que deben retomar el viaje a la raíz, hacia adentro, en silencio, sin cámaras ni espectáculos, sin histeria solidaria. Solo así apagaran el fuego que aún arde entre sus pueblos.
*no se cuales son los nombres específicos de las especies nativas de la zona.